Amor fugaz
- David Felipe Arévalo
- 9 may 2020
- 4 Min. de lectura

Teusaquillo, 1999
Creo que me he vuelto a enamorar.
Sí, así es. Quizá estoy empezando a ver cosas donde no las hay.
El Gobierno ha vuelto a extender el aislamiento de forma indefinida y no niego que ya me raya la cabeza el encierro. Pandemia de mierda.
Envidio a aquellos que pasan esta situación con sus familias o parejas, jugando, follando o riendo, yo qué sé.
A pesar de que disfruto mi soledad, no puedo negar que quisiera algo de contacto físico. Al menos un apretón de manos o un mero abrazo. Algo me reconfortaría.
A mí me toca afrontar la rutina, cuando me invade, con cigarrillo en mano. Algunas veces mezclo este plácido vicio con café oscuro, otras más con alcohol; prefiero la ginebra últimamente.
Me la paso en la biblioteca de mi apartamento, postrado en mi escritorio de madera color vinotinto frente a la pantalla de mi viejo computador de mesa. Alterno entre leer libros y ver pornografía. A veces me hastío de las dos y me quisiera ir al carajo. No me encuentro.
Últimamente he coqueteado con el revólver que guardo en el primer cajón de mi mesa de noche. Luego me embriago y, cuando reacciono, no recuerdo cuántas horas han pasado y, ni siquiera, dónde carajo he dejado el arma. Así que me veo en la penosa tarea de buscarla por toda la casa. Vaya idiota.
Pero bueno, el punto del relato es que volví a caer en el amor. Sí, efectivamente.
Esta vez es diferente, claro. Me bastó un solo sentido; el auditivo.
Algunas tardes o noches, cuando estoy más aburrido de la cuenta y harto de la monotonía, tomo el teléfono fijo de disco y simplemente marco números al azar; algunos me los invento y otros los obtengo del grueso directorio telefónico de casa.
En varias oportunidades ese condenado aparatejo de color grisáceo, en el cual disfruto marcar los números, es el puente para volver al mundo exterior. Mi parte favorita es cuando inserto el dedo en cada círculo y lo llevo de extremo a extremo, mientras sin resistencia, dejo mi dedo resbalar junto con la rueda para volver al punto inicial. Fascinante tecnología.
Después de varios intentos fallidos de contacto y de toparme con ancianos decrépitos, jovencitos vacíos, enfermos mentales desquiciados, amas de casa ocupadas, oficinas administrativas donde contesta la operadora y hasta burdeles baratos llenos de gente soez, marqué el número correcto.
Me contestaron desde la unidad de oncología del Hospital San Pedro Claver. Estuve a punto de colgar pero no, me mantuve a flote. Quería ver con qué me podía encontrar. Por descarte pedí hablar con el paciente de la habitación 404. Me preguntaron si era familiar y dije que sí, en medio de mi ignorancia.
Esperé en la línea durante algunos segundos acompañado por una clásica melodía. Al cabo de un momento el teléfono volvió a captar un voz. Al otro lado una dulce, tierna y angelical voz contestó el llamado.
-Aló. Sí. ¿Con quién hablo?
Guardé silencio. Era una voz femenina.
Me tomó por sorpresa, no lo niego. Estaba acostumbrado a escuchar voces malgeniadas, gruesas, grotescas, toscas y vulgares, pero esta tenía algo diferente, algo especial. Una vez más estuve a punto de acabar con esa farsa, pero continué. Luego de superar el estupor de la situación, me presenté.
-Hola, soy Marco Bermúdez.
-Disculpe. ¿Le conozco? ¿Para qué llama?
Así empezó todo.
Hablé con Paola durante varios minutos. Me contó que estaba en fase terminal de cáncer de seno y que, para ser sincera, esperaba la llamada de alguien más, la de un amigo o familiar, esa que no recibía hacía semanas, cuando fue abandonada a su suerte.
Sentí que encontré a mi alma gemela. Abandonados y esperando el momento de morir bajo la sombra de la soledad.
No puede evitar recrear su figura en mi mente antes de la enfermedad. A lo sumo tenía 35 años, la imaginaba de tez clara y suave. Con ojos cafés, nariz respingada y labios sugestivos. También con un par de hoyuelos en sus mejillas cuando sonreía. Los dientes blancos y finamente alineados. Cabello lacio, castaño y largo. Me había enamorado sin verla.
No quise quedarme con esa imagen de mujer pálida, calva y con labios resecos y resquebrajados por las quimioterapias y el olor a muerte. No, la imaginé viva y así mismo me imaginé yo. Afeitado, peinado, perfumado. Iba a su encuentro.
Empecé a llamarla de forma constante y seguida, entablamos una conexión y camaradería insuperable. Nos echamos una mano cuando más lo necesitábamos. Yo solo quería seguir en contacto con la misteriosa mujer tras la línea telefónica y, en esas, me enamoré.
Era bogotana, su acento neutro me lo reveló. Fue muy atenta, no lo puedo negar. Al cabo de un tiempo empezó a tutearme y a quererme, al igual que yo a ella. Hablábamos de todo, pasábamos horas tras el teléfono. Me encanta su voz, tanto que en algunas ocasiones tuve marcadas erecciones.
¡Qué cabrón!
Me mantuve centrado. Además de aprender a escucharla me dediqué también a contarle sobre mí. Sentía que podía abrirme lo necesario. Quería extender lo máximo posible ese fantástico y celestial encuentro fortuito. Poder darle una razón, algún sentido, ser capaz de explicarme por qué se daba.
Pero, al final, un día esa voz no estuvo más y la llamada tuvo que terminar. Más temprano que tarde comprendí que parte del viaje es el final.
Al colgar, volví a sentir de nuevo la decepción de un amor fugaz.
Amar implica a dos desconocidos, y en el camino redescubrir lo que somos en el otro. Muy bello tu escrito, es una delicia leerte.