Montaña americana
- David Felipe Arévalo
- 2 may 2020
- 2 Min. de lectura

Rusia, 1999
Los barrotes de mi celda cada vez parecen ser más gruesos, más fríos y más distantes. Me separan de forma abrupta de la libertad, de la vida. Cosa que disfruto, contrariamente.
Lo primero que la gente me pregunta es qué hice para ingresar aquí, no me gusta abrirme lo suficiente, pero no me queda más que explicar que maté, sin contemplaciones, a un hombre. Debía salvarme, era él o yo. Aunque nadie más sabe, hasta ahora, que no solo asesiné a uno, sino a siete en total.
Si algo me ha quedado claro y he aprendido como lección de aquel día es que nadie más te salvará, siempre deberás hacerlo tú mismo.
En cambio, la primera pregunta que yo hice cuando llegué a este país fue cómo carajo se le dice a la montaña rusa aquí; vaya sorpresa. Se le llama montaña americana. Solté una carcajada que nadie más logró entender. Qué puta ironía, pensé.
En fin. Al tipo al que me cargué era un italiano. Pertenecía a una mafia contraria a la de mi familia, con la que luchamos durante varios años por el poder citadino. No quiero entrar en detalles.
Estoy por cumplir una década aquí. Es cuestión de costumbre, claramente. Lo que me ronda la cabeza últimamente es el hecho de haber cumplido mi condena. El abogado me ha indicado que los protocolos se ejecutaron de forma correcta y que, es tiempo de recuperar mi libertad.
Eso me asusta, no lo niego. Aprendí a reconocer este lugar como mi hábitat, mi ecosistema, mi lugar en el universo. Me aterra saber que tendré que volver a ese mundo decadente y nauseabundo que dejé antes de ingresar aquí dentro.
Aseguro que estar en prisión es como haber tomado unas largas y plácidas vacaciones, alejadas del ruido incesante de la ciudad. El silencio, la lectura, la escritura y las largas jornadas de meditaciones y reflexiones me hacen tanto bien.
Afuera nadie me espera, no tendría a qué salir ni a dónde ir. Aunque también debo confesar que algunas noches fantaseo con los recuerdos y las sensaciones de la arena caliente bajo mis pies, el viento en mi rostro, el cielo estrellado, la noche iluminada o la lluvia feroz.
La biblioteca de la cárcel está atiborrada de libros de literatura sobre presidiarios, entre todos, solo uno me logró llamar la atención lo suficiente, El Extranjero de Camus. Una obra maestra.
Bueno, quisiera seguir describiendo dicha situación pero me acaban de informar que han llegado por mí, supongo que vienen las firmas de rigor en los documentos que me permitan cruzar el umbral que me devolverá a una vida fútil, insípida y lóbrega.
Quizá me aburra muy rápido allí afuera y decida volver por otras vacaciones de aquellas que tanto disfruto; yo con yo. Ya veremos, camaradas.
Por ahora, es tiempo de ver qué mierda me depara el destino.
Ya me pinté los labios de rojo carmesí. Es hora de que la dama negra asesina de italianos vuelva a las calles de la fría y pintoresca Rusia.
Agatha Ivanov
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