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Carta abierta


En cuarentena, año 3021


Carta para no sé quién, no sé dónde y no sé cuándo. ¿O sí?


Esta misiva no tiene destinatario, quizá tampoco remitente.


No va dirigida para alguien en especial, sino para todos en general.


Son tiempos difíciles. Lo sé.


Me da cierta sensación de que somos los protagonistas de aquel libro de Saramago, Ensayo sobre la ceguera, solo que en este caso no nos ciega el mal blanco, sino el peso de nuestra inmoralidad.


Tampoco nos afecta un virus mortal, sino el pánico y los bajos instintos del ser humano: el egoísmo, la ingratitud, la ferocidad, la barbarie, la crueldad y la sevicia. Todos en su máxima expresión.


Donde quiera que alguien lea esto, recuerde que es más importante que nadie, que debe volver a casa al terminar el día porque siempre habrá alguien esperándolo, inclusive la soledad, amante más fiel que ninguna.


En fin, sigo aislado, no sé cuántos días han pasado, he perdido la cuenta, no veo la luz del sol hace mucho tiempo. A medias intento saber si es de día o de noche. Al principio lo podía identificar cuando me invadía el sueño, ahora, con el pasar incesante de las horas, ni siquiera sé qué alumbra afuera, si los rayos del sol o los destellos de la luna.


Por entre la diminuta rendija de la puerta de acero y gran grosor, me pasan algunos libros, uno cada cierto tiempo. En su mayoría, literatura rusa. No entiendo. Los leo rápido, constante, persistente. Me sumerjo de lleno en ellos e intento escapar a la realidad que me acecha de cerca.


La fiebre ha bajado considerablemente, sin embargo, las pesadillas, pasadas y acompañadas por sudor, me siguen atacando cuando intento conciliar el sueño. Los recuerdos de la superficie van y vienen de forma reacia y vehemente. Quizá tenga que ver con las altas dosis de medicamentos que inyectan por las venas de mis brazos cada cierto tiempo.


Me pierdo, reacciono. Retomo la lectura. Me aburro, lloro, grito. Me calmo, río. Vuelvo.


Hoy me han permitido tener acceso a una máquina de escribir que solicitaba con insistencia. Solo quería el artefacto, un par de hojas y silencio. Este último siempre lo tengo, aunque a veces se confunda con el interminable ruido vacío de la melancolía y de las luces de neón que me alborotan, estresan y quitan la poca lucidez que me queda.


Volviendo a la cordura inicial, intento ser lo suficientemente bueno para escribir un par de párrafos, antes de volver a dejarme caer en el siniestro cóncavo del delirio y la enajenación.


Me he enamorado de la enfermera que me medica y toma mis signos vitales. Siempre viene con un traje que la cubre por completo. Solamente he podido ver sus ojos de color café oscuro. No me enamoré de su físico, claramente, sino de la forma en la que me trata. Desde el principio estuvo alejada de la violencia y agresividad de los otros galenos. En cada encuentro, antes de irse, me toca la cabeza con su mano, cubierta por un guante, y susurra algo que aún no le logrado descifrar.


No sé si por el letargo que me producen las medicinas o porque su careta gruesa no deja salir el sonido al exterior.


En fin, la amo porque es lo más cercano que tengo. Quizá sea el amor de mi vida. O bueno, de lo que me queda de ella. Siento que llega a su fin.


Papel para escribir tengo de sobra, pero ahora mismo me faltan fuerzas para seguir presionando cada tecla. Mis manos están débiles y temblorosas, al igual que mi cuerpo. Una pesadez me ha consumido desde hace algunos instantes. Todo es difuso, siento mareo y nauseas, toso con frecuencia y un líquido rojizo pinta mi mano. No me siento nada bien.


Esperen, ahora me siento mejor, la vigorosidad ha vuelto, veo una luz. Sí, es ella, está ahí esperándome tras el umbral, saldré del túnel. Es hora de volver a empezar.

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