Epístola
- David Felipe Arévalo
- 5 mar 2020
- 2 Min. de lectura

París, 1917
Aquella noche la intempestiva lluvia no dejaba de caer.
Azotaba, indecorosa, cada techo de la ciudad.
Replicaba el goteo una y otra vez. Incesante.
Húmedos entonces: pisos, calles, aceras, postes, autos y cuerpos.
Él decidió afrontarla, sin escudo.
Sus lentes se empañaron, su boina se empapó de líquido.
El vapor de su boca se confundió con el humo del cigarrillo que fumaba.
Repitió la acción cuantas veces fue posible.
Caminó, sopesó.
Llegó a casa a altas horas de la noche, se sintió alejado de la ruin y fatídica ciudad.
Como cada noche antes de dormir, decidió repetir la escena.
Se acercó a su mesa de noche y del primer cajón tomó un fragmento de papel envuelto; una carta.
La hoja de color amarillento dejaba vislumbrar alguno que otro arrugón.
Una misiva sinónimo del devenir de los años.
Era la última epístola que ella le había hecho con su puño y letra.
¿Cuánto tiempo pasó? -Pensó-.
La pulcra y esmerada escritura reflejada le producía un sentimiento de melancolía.
Cuánto valor tenía para él.
Con predilección y sencillez la leyó y releyó una y otra vez.
Era la medicina para la pena que lo aquejaba.
No había nada más en el mundo que le devolviera la fe.
En medio del proceso, mientras recorría líneas y párrafos, pensó:
¿Qué carajo es el olvido? ¿Tiene la definición correcta? ¿Tan siquiera existe?
Volvió en sí. Retomó.
Quizá no fue, pero es. En secreto, a escondidas; en el fondo.
Ella me ama y yo le amo como desde el primer día. No cambiará.
Sonrió.
Fue suficiente para saber que, sin estar destinados a ser, jamás se podrían olvidar.
Quizá, en otra vida, más adelante, se tendrán que volver a encontrar.
Ya lo dijo Neruda, «es tan corto el amor, y es tan largo el olvido».
Entonces, fue momento de continuar.
Apretó la carta contra su pecho con cierta singularidad.
Acto seguido, un disparo invadió el lugar.
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