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Otra puta errante


Esa fue la última vez que fui feliz gracias a alguien más.


Me recliné en la silla y ella empezó a bailarme, su cuerpo era una revelación. Sus anchas caderas moldeaban un culo enorme. Sus piernas eran macizas y lisas en medio de su tez clara. Sus senos eran simétricos y rimbombantes. Su sexo, la entrada al paraíso.


Cada movimiento era espectacular y nuevo, nunca antes ninguna puta me bailó así. Se esmeraba en cada movimiento, en cada cambio de ritmo y en cada caricia que se extendía por su cuerpo glorioso y angelical.


Ella no era de esas rameras baratas de burdeles atiborrados de imbéciles, era, por el contrario, toda una dama. No sabía cómo carajo había terminado en ese bajo mundo, solo tenía claro y presente que no quería que ese momento terminara.


Quería gozar y disfrutar su cuerpo poco a poco, lentamente, sin importar el precio o el tiempo, quería recorrerlo de principio a fin, quedar saciado de su sexo y de todo lo que, por añadidura, pudiera brindarme.


Su nombre real nunca lo conocí, pero su álter ego era Celeste, y vaya que hacía alusión a él porque era como estar recostado boca arriba en el prado, en un día soleado de verano, viendo el cielo despejado, sin nubes, en la mejor tonalidad de azul.


Era apetecida por todos los hombres del lugar en donde trabajaba, lo noté cada vez que volvía a ese burdel del centro de Bogotá para visitarla y hacer uso de sus servicios, pero más que eso, de su compañía. Era la diosa de aquel inframundo.


De a poco, entre alcohol, drogas y sexo frenético me fui adentrando en el mundo de los abusos y los vicios desenfrenados. La marihuana y la cocaína, junto con el vodka, el ron, la ginebra y el tequila hicieron fusión con los tríos, las orgías y todo tipo de experiencias sexuales que empezaron a hacerse comunes en la vehemente vida que comencé a llevar.


Vivía allí adentro todo el tiempo. No salía, ya ni conocía la luz del sol. No quería algo más, no pensaba en otra cosa que no fuera en gastar mis últimos ahorros en ese lugar. El cáncer me mataría en algunos meses a lo sumo y quería dejarme hasta la última gota restante de vida allí, en ese que siempre fue mi contexto y que no tan tarde logré conocer.


Fui un artista de mierda, un pintor de poca monta que se vanagloriaba en alguna que otra pintura que salía bien y que lograba ser vendida a buen precio. En contraparte, las otras quedaban ahí, haciendo estorbo en el rincón del olvido y el poco talento. Por más que fuera persistente, al final me venía abajo al darme cuenta que era una indecencia humana.


Nunca tuve la figura de familia, fui abandonado en un orfanato cuando apenas tenía semanas de nacido, nunca quise buscar a los que deberían ser mis padres y mucho menos saber si tenía hermanos, por ley les tenía un odio inherente y tácito. Tampoco creé una, nunca tuve afinidad por la sociedad y las capas del primer mundo en medio de un país sumido en la pobreza y la violencia. Ese siempre fue mi hábitat, el de los caídos, los rechazados, los reprimidos, los solitarios, los alejados; los malditos.


En definitiva, me dejé llevar y disfruté ser quien fui.


Me complací como nunca antes de penetrar a aquella mujer, a mi Celeste afrodita o a mi afrodita celeste. Sentí en mi piel cada ráfaga de placer y lascivia. Cada gemido articuló y amalgamó en mi mente la realización de esa utopía de la cual todos vamos en busca pero muy pocos logramos encontrar.


Después de derramar cada gota de lujuria sobre aquel escultural cuerpo, tuve tiempo para la reflexión clásica después de follar. En medio del humo de la nicotina y de algunos tragos de líquido naranja amargo, comprendí que todos venimos al mundo, hombres y mujeres, a no ser nada más que una putas andantes y errantes; miserables en su máxima expresión.


Vendemos nuestros cuerpos y brindamos placer más allá del amor la mayoría de veces, nos entregamos al mejor postor. Vendemos también nuestro amor, lo moldeamos por intereses particulares para que al final, cuando no obtenemos rédito alguno, simplemente lo dejamos abandonado y a la deriva en busca de nuevos campos para sembrar. ¿O acaso no nos pagan por nuestro tiempo? El mejor negocio que existe es haber nacido. No existe contemplación.


Vivimos meros intercambios de servicios, algunos eróticos y carnales y otros más sentimentales, pero todos, parciales y temporales. Nos atamos a amores de poca monta o calibre porque tenemos la necesidad de no sentirnos solos. Pero nada como la libertad de nuestra soledad e independencia, aunque algunos llegan al final sin lograr comprenderlo.


A la mañana siguiente desperté con una severa resaca. La cabeza me daba vueltas y me sentía fuera de sí. Recuerdo que lo primero que percibí fue el olor a moho entremezclándose con el sudor y suciedad que desprendían las sábanas y las almohadas manchadas.


Recuperando de a poco la cordura, fui capaz de reconocer el lugar y los sucesos de la noche anterior. Como pude y con gran esfuerzo me senté sobre la cama, puse las manos sobre mi cabeza con el objetivo de intentar contener el fuerte dolor y las voces que retumbaban y que me invadían, extendiéndose a lo largo de mi cuerpo. Unos cabellos se desprendieron y quedaron posados en mis manos. Lo comprendí todo.


Tenía la boca reseca y mis labios se pegaban el uno contra el otro, recubiertos por una capa densa y blancuzca de saliva seca. Revisé la mesa de noche y me topé con una copa a medio llenar de una sustancia amarillenta, no escatimé en tomarla y llevarla a mi boca, era whisky.


Lo tomé de un solo sorbo que castigó mi garganta de forma grotesca, mi estómago también pudo sentir el ardor y la punzada que me produjo. Me puse en pie, estiré mi espalda un poco junto con mis brazos, busqué mis calzoncillos en medio de la ropa desperdigada por el lugar. Fui a orinar en ese asqueroso y deplorable baño verde, mi organismo me agradeció como nunca aquella vez. También tomé una ducha, un chorro intermitente de agua fría azotó mi piel. Me vestí y salí a la calle un poco menos aturdido.


Algunas semanas más tarde cambié los vicios de la capital por la paz y tranquilidad del mar. Meses después, al borde de la muerte y fustigado por el cáncer que me tiene pálido, raquítico y calvo, tengo la posibilidad de escribir, con las últimas fuerzas que me quedan para empuñar este bolígrafo, que fui un desgraciado infeliz y que, si he de morir, lo haré feliz. Sonreiré cuando la sombra negra cruce el umbral de mi puerta para recogerme y llevarme en su regazo.


Mientras, esperaré para volver a nacer en un mundo mejor porque la vida y la muerte siempre van tomadas de la mano.


Posdata:


Al final sí, esta es de esas clásicas historias en donde otra puta errante muere asesinada; yo.


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2 commentaires


Hay pérdida, renuncia y un dejo de tristeza en cada línea. El hombre vive a su manera los últimos días de su vida, ¿estará bien? ¿estará mal?... Quien sabe, solo buscó la manera de sentirse un poco menos miserable... Buen escrito. Me gustó.

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Hay pérdida, renuncia y un dejo de tristeza en cada línea. El hombre vive a su manera los últimos días de su vida, ¿estará bien? ¿estará mal?... Quien sabe, solo buscó la manera de sentirse un poco menos miserable... Buen escrito. Me gustó.

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